El frente no está en Kiev, está aquí.

Zelensky, la gran figura emergente de la resistencia ucraniana, afirmó recientemente que su lucha representa la batalla entre el mundo libre y las dictaduras: “Estamos luchando por las libertades que ustedes tienen”.

Sin duda, de fondo, existe un pulso latente desde esa tensión entre culturas. Por un lado la cultura del dominio, la imposición y la manipulación representada por la Rusia de Putin, por otro la de nuestras democracias, puestas a prueba por esta agresión y por su propio proceso de decadencia.

Frente a la mesa alargada de un solitario Putin, cabeza plenipotenciaria con aspiraciones imperiales, vemos a un Zelensky que comparte amistosamente mesa con su equipo, sabiendo que es posible que le quede poco de vida.

Este contraste representa esa lucha entre el dictador y sus súbditos, contra un líder que federa a las personas en su equipo.

Mientras que la eficacia de un sistema dictatorial se basa en la disciplina y el control de la línea de mando esencialmente apoyado en la represión y el miedo, la eficiencia de un verdadero trabajo en equipo debe basarse en la aportación de valor desde el talento de las personas y en el compromiso basado en su propósito compartido y valores.

Un sistema dictatorial dispone de una iniciativa y de una agilidad en principio mayor, porque entre medias nadie tiene nada que decir, solo cumplir.

Un sistema basado en el equipo solo puede ser el resultado de un trabajo sembrado con anterioridad y debe ser capaz de recoger las riqueza de ideas y aportaciones de los colaboradores comprometidos en la acción. Sin duda es menos ágil en un primer momento pero infinitamente más creativo, innovador, eficiente y finalmente también más ágil, porque responsabiliza más a cada persona.

Realmente la lucha que está teniendo lugar enfrenta estas dos visiones y por desgracia va para largo.

Algo que nos perturba a muchos occidentales es no entender cómo es posible que no se rebelen los habitantes de estos países al tener que enviar a sus hijos, hermanos y padres a una guerra invasora sin aparente sentido, mientras que aquí si se retrasa la edad de jubilación (por poner un ejemplo) se lanzan cientos de miles de personas a las calles colapsando las principales ciudades.

El hecho es que son muchos los habitantes de estos países que realmente creen que esa dictadura es necesaria por un bien mayor, y están dispuestos a sacrificar sus vidas por este bien, otros obedecen porque es su cultura, o temen, sin más, las represalias. Sea como fuere, no podemos analizar y comprender con claridad su comportamiento desde nuestro punto de vista, porque no vivimos en la misma cultura.

¿Qué podemos hacer entonces para enfrentarnos a esta amenaza?

Aprovechar bien nuestra libertad para trabajar lo mejor posible juntos. Esa es nuestra única posibilidad en el panorama que se abre de aquí al futuro. Es fácil decirlo.

Pero si eso es todo lo que podemos hacer, supongo que habrá más de uno, que analizando la capacidad de colaboración de nuestros gobernantes, llegue a la conclusión de que estamos perdidos.

Por desgracia, lo más probable es que si no cambiamos, se acabará la democracia. Y eso solo debería ser cuestión de tiempo.

La pandemia ya nos demostró la ineptitud de nuestros gobernantes para ponerse de acuerdo y trabajar verdaderamente juntos. Nuestra cultura política y el propio sistema establecido es contrario al encuentro, vive de la confrontación y es tremendamente ineficiente.

Desde una mirada corta y populista solemos decir que el problema son los políticos, pero no es así, o no es solo así. El problema es que nos hemos perpetuado en un sistema que ha pervertido su sentido, transformando el poder en un fin y no en un medio para servir mejor al bien común. Hemos pervertido el sentido de la democracia, lo han hecho los políticos, y nosotros también lo hemos permitido ocupándonos de muchas otras cosas. Como resultado, nuestros gobernantes ya no saben trabajar realmente en equipo, al servicio de un bien mayor. Y no solo no saben, sino que no quieren, prefieren jugar a juegos de poder, un poder que no les pertenece porque es de los ciudadanos. Cegados por el ego, pelean en un espacio en el que siempre ganará Rusia, o aquellos que representan esa mentalidad.

Un amigo me dijo hace poco que los problemas no existen, que existen los desafíos.

¿Cuál es entonces el desafío?

Cambiar esto.

 

«Esto no va a cambiar», me dirá cualquier persona cuerda.

Pues entonces solo será cuestión de tiempo convertirnos en Rusia, o China, o una dictadura populista asociada a la mentalidad Rusa o China, que no queremos ver ni en pintura.

La democracia, la libertad, nos da la oportunidad de conectar de verdad nuestras inteligencias, nuestros corazones y nuestros propósitos. Si no sabemos aprovecharlo, si no hemos sabido aprovecharlo, realmente el problema es nuestro.

Pensamos que el frente de batalla está en Kiev, pero no, el frente está aquí.

Si no sabemos escucharnos, si no sabemos liberarnos de las ataduras de los prejuicios, de la manipulación partidista, de la miseria en la que han caído y a la que juegan nuestros gobernantes, perdemos la batalla.

Si creemos que la batalla ya está perdida, también perdemos la batalla.

En realidad estamos ante la exigencia de la evolución de nuestras democracias, tremendamente imperfectas, pero con unos marcos de libertad muy valiosos, o ante una muy seria amenaza de desaparición de esas libertades que dábamos por hechas.

Hemos utilizado nuestra libertad principalmente para enriquecernos, para buscar nuestra seguridad, para acomodarnos. Eso en sí es lícito, pero desentendernos demasiado de la esfera del bien común ha dejado demasiado espacio para los expertos en manipulación. Hecha la ley, hecha la trampa. Si no hay evolución, estamos mucho más expuestos a la manipulación y debilidad del sistema.

Pero...¿Para qué la libertad? ¿Qué sentido tiene ahora una evolución? ¿Cómo inspirar semejante cambio?

Todo futuro debe empezar en un para qué. Si no hay un para qué compartido, no hay futuro. No se trata de que tengamos que estar de acuerdo en todo, pero sí en lo esencial ¿Para qué queremos ser libres? ¿Qué podemos tener en común una feminista, un tendero, un banquero, una emprendedora, un católico, un obrero, una madre de familia, un adolescente o una periodista, para aunarse en un mismo «para qué» que nos mueva a trabajar juntos, a pensar juntos cómo fortalecer lo esencial de nuestra democracia?

La música es maravillosa porque consigue darnos una imagen de lo que debería ser una sociedad libre y armónica en la diversidad. Es el espejo en el que deberíamos mirarnos para entender hacia dónde debería evolucionar una verdadera democracia: se basa en la escucha, en el encuentro, en el talento de la persona, en la confianza, en unas reglas para poder armonizarnos, crear y construir juntos, en integrar nuestras dimensiones humana, técnica, espiritual (por eso también hablamos de música con alma).

¿A quién no le gusta la música? Esto es precisamente porque la música nos habla de ese lugar común, universal, de ese orden que va más allá de los prejuicios, que sale de la persona, se une a los demás y vuelve enriquecido a la persona.

¿No es mejor vivir en una granja y que te den todo lo que necesitas? Y el que no encaja, o cambia o fuera…

En realidad la respuesta es sencilla. Necesitamos la libertad para aprender a amar, para equivocarnos y aprender. La libertad solo tiene sentido para amar. Sin duda la utilizamos para muchas otras cosas, pero su último y verdadero sentido es ese.

Solo a partir de ahí podremos construir, reconstruir, desde nuestra esfera hacia esferas más grandes, las bases de una futura democracia sólida o de un posible triunfo del equipo sobre la dictadura, de la creatividad frente al miedo, del talento frente a la sumisión, de una gran sinfonía, arma de construcción masiva, frente a la fuerza nuclear, arma de destrucción y aniquilación irreversible.

¿Cómo?

Esa es la pregunta que debemos hacernos ahora.

Quizá podamos empezar por nuestros equipos…

Por mi parte, de momento voy a plantear hacer una sinfonía.

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musicalthinkers

Mar 9, 2022

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