Hubo una época en la que solía ir mucho a los conciertos, que se sucedían, principalmente, en el Auditorio Nacional de Música de Madrid. Coincidía con mi época de estudiante de música (¡qué tiempos aquellos!). En aquel entonces todavía me parecía misterioso el hecho de que algunos conciertos pudieran aburrirme soberanamente y otros emocionarme hasta ejercitar el lacrimal. Atribuía el efecto a un determinado estado de ánimo o a que simplemente me gustase más una obra que la otra. Pero con el tiempo y la experiencia de tocar mucho, he ido descubriendo que son los matices casi imperceptibles de una interpretación, y su sentido, los que cambian por completo el resultado. Decía Casals que la calidad de una interpretación podía llegar a superar la calidad de una obra. Esto es exacto. Pero no es una ciencia exacta.
Volviendo a aquellos conciertos a los que asistía, me molestaba mucho contemplar la perfección de una ejecución sin poder disfrutar siquiera de un instante de emoción. No entendía por qué alguien que alcanza una perfección técnica envidiable puede quedarse a las puertas de la expresividad, como quien alcanza la cima de una gran cumbre, pero es incapaz de admirarse por las vistas…
El compositor Gustav Mahler afirmaba que en la partitura “todo está escrito, menos lo esencial”. He aquí el gran misterio. El músico que interpreta una obra debe reconstruirla a partir de unos signos más o menos precisos, pero que omiten lo más importante. En el fondo lo que viene a decir Mahler es que lo esencial no se puede escribir. Al igual que el intérprete de una obra de teatro, el musico debe dar vida a la letra muerta, y finalmente es mucho más lo que no está escrito que lo que sí lo está. Las notas son más bien pistas de algo mucho más importante que el continente en sí de la obra.
Por eso, cuando escuchamos música, lo más importante no es saber “de quién” sino “quién” interpreta, o debería decir “desde dónde” lo hace.
Últimamente vemos en la escena musical del Pop-Rock, una creciente tendencia a los grupos tributo: a los Beatles, a Queen, a los Rolling-Stones… Estoy seguro de que muchos lectores que afirman no saber nada de música, sabrían distinguir bien entre un buen grupo “tributo”, de uno malo, sin embargo, se sentirían incapaces de hacer distinción entre una buena interpretación de una sonata de Beethoven y otra insípida o caótica.
Ciertamente no disponemos de grabaciones originales de Beethoven, de Bach o de Mozart. Esto lo haría todo más fácil (o no…). De hecho, cuanto más antigua es una obra, menos detalles aparecen en la partitura original, no porque el tiempo los haya borrado, sino porque la tradición interpretativa no escrita era tan importante y consensuada hasta el siglo XVIII, que los compositores no necesitaban molestarse en matizar demasiado.
¿Qué es entonces lo esencial? ¿Qué es aquello que no está escrito, más allá de las tradiciones? ¿Qué es lo que nos emociona, lo que nos lleva a palpar la presencia de algo profundamente verdadero y emotivo? ¿Qué es aquello que suspende el tiempo y nos hace, como oyentes, deslizarnos de una nota a otra deseando que ese instante, que esa frase, que esa obra, no terminen? ¿Qué es lo que nos produce por momentos un escalofrío, lo que nos eriza la piel, lo que nos alegra y conmueve escuchando una obra musical?
Cuenta la leyenda que, en una ocasión, después de tocar una sonata, una admiradora preguntó a Beethoven qué había querido decir. Beethoven entonces se sentó al piano… y volvió a tocarla.
No sé si cierta o no, esta historia es muy significativa: cualquier explicación que pudiera tratar de exponer yo, es insignificante en comparación con la experiencia misma. Pero partiendo de la misma (principalmente la mía), siempre hay algo que pueda compartir.
Lo voy a dividir en 3: silencio, energía (e intención) y alma.
Silencio
Hablar de la importancia del silencio es como hablar de la importancia de algo cuya existencia es difícilmente demostrable, por lo menos empíricamente, ya que nadie lo ha podido experimentar de modo real, completo y físico, en vida…
En 1951 el compositor John Cage puso a prueba su afamado oído en la llamada “cámara anecoica” de la Universidad de Harvard. Se trataba de la cámara existente mejor insonorizada, por científicos de la NASA. Saliendo, explicó que escuchaba dos zumbidos, uno agudo y otro grave, al parecer correspondientes a su sistema nervioso y al fluir de su sangre respectivamente.
Queda claro que el silencio físico no es de este mundo, o por lo menos no podemos percibirlo. Sin embargo, existe un ideal de silencio, un anhelo de paz y reposo, por así decirlo. Un espacio en el que el oído del oyente se recoloca, descansa y, expectante se engancha al siguiente sonido. Una referencia estable de comienzo, descanso y fin que envuelve la obra. Un buen intérprete conoce y practica bien todos los matices que unen el sonido y ese ideal de silencio. Es mucho más importante de lo que parece y realmente marca la diferencia. Del mismo modo que decimos que la música es el arte del sonido, deberíamos decir que la música es el arte del silencio, porque finalmente, es esa presencia del silencio, la que marcará un buen fraseo, equilibrado.
Energía e intención
La otra es la energía profunda, o movimiento interior que precede al sonido. Si uno escucha las últimas grabaciones de Casals tocando el violonchelo, o de Glenn Gould al piano, distinguirá claramente los mugidos y canturreos de los intérpretes. Podría parecer una simple excentricidad del intérprete reconocido, pero es su manera de poner en juego la energía que precede al movimiento, la intención de fondo. Esta intención no tiene por qué manifestarse así, sin embargo, el intérprete que la pone en juego aporta a su fraseo un recorrido natural, como el de una ola que atraviesa el agua. La intención se plasma en la forma de manera orgánica. La técnica en realidad sirve a esa intención y se adapta y readapta constantemente. Si no hay intención, la energía se pierde, se desfocaliza y cansa demasiado, tanto al intérprete como al que escucha. Esta intención también está directamente ligada al último punto, que es el que la dirige.
El alma
Por último, el intérprete es un reconstructor de lo que ya existió. Un descubridor del origen, de la psique y del alma del compositor, un re-compositor que vuelve a crear la obra cada vez que la toca. Se pone en el lugar del creador original, viajando al centro de su propia identidad, buscando la comunión con ese creador, para tratar de ofrecer al oyente todo ese valor profundo y compartido.
Al mismo tiempo se conecta desde ahí a la realidad que le rodea, lanzando un mensaje universal, cuyo sentido y valor se puede renovar en cualquier época.
Esto nos lleva a esa emoción de origen que necesita de esa música para expresarse: mientras escribo o leo estas palabras, por más que quieran versar sobre la belleza de la música o sobre su sentido, no dejan de ser un camino demasiado incompleto.
Escribimos con facilidad “amor”, “tristeza”, “esperanza”, “gozo”, “alegría”, “dolor”, “contemplación”…
Pero su significado es una experiencia que solo comprende quien la ha vivido, quien la ha saboreado o sufrido en su corazón y en su alma. Y quien la ha vivido sabe que la palabra, o cualquier explicación, es muy insuficiente.
En la música se puede dar esa recreación, que nos lleva, desde esos misteriosos cauces mentales y espirituales que nos abre la experiencia auditiva, a comprender, a abrazar, a palpar, la experiencia de vivir, de SER HUMANO. Esas palabras, esos conceptos, esos anhelos adquieren el relieve, la expresividad y el tiempo que merecen.
Por eso el intérprete es un transmisor de vida. Un puente. Un conector, que bebe de la misma fuente que llevó al creador a expresar de una manera única y original algo que le brotaba de lo más profundo. La misma fuente que impulsó al espectador de la fila 10, butaca 14 a asistir a ese concierto, y la misma que lleva a ese intérprete a recordar, cada vez que toca esa sonata de Brahms, esos amores imposibles, que todos, de una o de otra manera, en algún momento de nuestra vida, hemos vivido. El mismo origen, y tantas visiones y maneras de sentirlo como personas existen, conectadas en un momento y en un lugar concreto por la emoción que suscita ser parte de algo que transmite sinceridad y belleza. He aquí el verdadero milagro de la música.
El intérprete es, en definitiva, un servidor, ese servidor contemplativo en el silencio y activo en su balbucear maravillado. Un humilde servidor de esa belleza que habita en nuestra misteriosa e inabarcable naturaleza.
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